Es lo que viene a mi mente cuando leo las noticias acerca de la Ley 223 sobre la música autóctona.
Dicen que olvidar es condenarse a repetir la historia. Yo no olvido la forma en que algunos de nosotros navegamos por las turbulentas aguas de los años setenta y ochenta. La misma gente, un poco más vieja, repitiendo los mismos errores. Y los más jóvenes haciendo eco.
Recuerdo las razones por las cuales los desvelos de un grupo de jóvenes soñadores, que intentábamos darle forma a un movimiento cultural que impulsara el trabajo de todos, fueron liquidados en cuestión de nada por acusaciones de traición, ventajería y ambición. No hubo más que sembrar dudas, y todo se vino abajo. ¿Quién ganó? No lo sé, sólo sé que ninguno de nosotros. De ahí en adelante, las luchas fueron individuales, y las alternativas fueron dos: lanzarse a la búsqueda del éxito siguiendo las reglas de juego del poder, o mantenerse trabajando a pulmón, sosteniendo las reglas únicas del artista leal a sí mismo y a su pueblo.
Y hoy la historia se repite más de una vez. Siguiendo las directrices de un par de productores, en el año 2004 la legislatura aprobó una ley cuya intención manifiesta era la de “defender” la “música autóctona”, asegurando un por ciento del presupuesto del estado para pagar presentaciones de artistas que cayeran dentro de esta categoría. Se nombró un comité de “expertos” que definió para el estado el significado de “lo autóctono”. Pobremente trabajada, esta definición quedó oficializada, y se desarrollaron listas de artistas que cumplían con ésta, dejando fuera una pléyade de creadores y creadoras de música que es imposible calificar de ajena, por lo tanto autóctona. Pero al no ser reconocida por el poder, se marginó de la posibilidad de entrar entre las alternativas que las agencias y los municipios podían considerar para contratar.
Hoy, se destapa una parte del desastre que resultó de esa terrible exclusión. Por acomodar a los productores, que no se habían podido beneficiar como esperaban de la ley original, se buscó enmendarla para reducir el por ciento acordado entonces. Esto levantó inmediatamente variadas y emocionales reacciones. Sería interesante estudiar, antes de entrar en polémicas estériles, cuánto benefició la ley, no a esos productores, sino a los artistas a quienes intentaba proteger. Me sospecho que no mucho. Y por lo que está dilucidándose, hizo ricos a los señores equivocados.
Ahora hay otras complicaciones. En vez de analizar las bondades o problemas de la ley, la coyuntura política permite confundir unas voces con otras. Si se critica la ley por excluyente, se interpreta que se está en contra de la misma, y se crean falsas alianzas. No es lo mismo criticar la ley por excluyente que criticarla porque limita la capacidad de los productores de hacer ganancia con toda clase de artistas. Que no piense el Colegio de Productores que pueden crear alianzas con los artistas que reclaman su espacio. Que no se equivoquen pensando que les van a jugar el juego de la destrucción de una ley que, aunque mal hecha, lleva una intención legítima. Enmendar la ley, no para eliminarla o reducir el por ciento, sino para eliminarle el carácter divisorio, no es lo mismo ni se escribe igual.
Y que no se confundan tampoco los que defienden a brazo partido la permanencia de la ley tal y como está. El artista que quedó excluido no va a renunciar a sus críticas por defender ciegamente una ley que a todas luces lo afecta negativamente. Y no por eso se convierte en el enemigo. Y a menos que haya otras motivaciones, no hay razón para no incorporar esas críticas y trabajar hacia un proyecto no excluyente, que incorpore, como originalmente se pensó –y luego se eliminó- a artistas que trabajan músicas sobre la base de muchas tradiciones válidas e importantes que hemos heredado como país. Porque la cultura no es algo que se debe “proteger”; es algo que se debe estimular, fomentar, cultivar, enseñar, compartir, renovar y vivir.
Hace cuatro décadas, en otro lugar del mundo, se publicó un documento que recogió el sentir de los artistas sobre el rumbo de su música nacional. Hoy, releyendo ese documento, reconozco su vigencia a pesar de la distancia geográfica y cronológica. Decían los argentinos de la falsa dicotomía creada entre las músicas citadinas –el tango- y las músicas que ellos llamaron nativas. Denunciaban acerca de la forma en la que los mercaderes, en su afán de lucro, tomaron el tango, música de arrabal, de barriada, de marginalidad, y lo convirtieron en tarjeta postal para vender el país al extranjero, privilegiándolo sobre las formas musicales del interior. Criticando esta falsa dicotomía, que sólo beneficiaba a los mercaderes, lanzaban el llamado a la creación de una música nacional, sin exclusiones, incorporando a todos, los del campo, los de la ciudad, en la búsqueda de esa identidad musical que acompañara la búsqueda de su rumbo de pueblo. Decían en ese entonces los músicos argentinos:
“Entonces, se perpetró la división artificial y asfixiante entre el cancionero popular ciudadano y el cancionero popular nativo de raíz folklórica. Oscuros intereses han alimentado, hasta la hostilidad, esta división que se hace más acentuada en nuestros días, llevando a autores, intérpretes y público a un antagonismo estéril, creando un falso dilema y escamoteando la cuestión principal que ahora está planteada con más fuerza que nunca; la búsqueda de una música nacional de raíz popular, que exprese al país en su totalidad humana y regional. No por vía de un género único, que sería absurdo, sino por la concurrencia de sus variadas manifestaciones, mientras más formas de expresión tenga un arte, mas rica será la sensibilidad del pueblo al que va dirigido.”
La música autóctona no es un cadáver que hay que embalsamar. Es una forma viva que debe mantenerse vigente porque se usa, porque el público la reclama, porque el artista reconoce sonoridades en ella que le mueven a usarla. La verdadera responsabilidad del estado no es proteger unos géneros: es proteger la capacidad de los artistas de crear sobre las bases de la libertad, asegurar que su creatividad se mueva en el ámbito de los criterios musicales y no los del mercado. Aseguren un por ciento a los artistas, no a los géneros; aquellos que están firmados en una disquera no necesitan protección. Ellos responden ya a unos criterios que los ubican entre los más solicitados. Son los que se escuchan en la radio, los que venden miles de discos, los que aparecen en las revistas de farándula. Ellos no necesitan que el estado los respalde, ya tienen al capital de su lado.
Sin embargo, el país necesita de aquellos artistas comprometidos con su quehacer independientemente de si este vende o no. Esos artistas necesitan ser respaldados por su pueblo. Y el presupuesto que maneja el gobierno es nuestro dinero. Con ese presupuesto, el de su pueblo, el artista debe sentirse respaldado, motivado a crear, libre de ataduras y censuras. Y obligar a un artista a trabajar un género específico para recibir ese respaldo, no es únicamente injusto, es inmoral. Es el país entero respaldando a un artista por encima de otros que lo necesitan igualmente. Y no se trata, como me dijo una persona, de que si esos artistas necesitan una ley, que la creen ellos. Esto es mezquino, egoísta y equivocado. Se trata de crear una ley, si alguna, que incluya a todos. Se trata de darle al país la seguridad de que su música, en sus más variadas manifestaciones, será un recurso vivo que le acompañará en sus luchas. En todas.